18.9.13

El peso del recuerdo

Estoy sentada en la mesa de mi infancia. Cierto. Mi madre no tiene la casa más ordenada de mundo. Atesora sus más mínimas pertenencias como si fueran oro. Trata de cambiar su casa constantemente. Hay algo dentro de ella que le dice que esto pudiera ser mejor. Y cambia de colores. De acomodo de los objetos. Pero la verdad es que entrar a esta casa, con todas sus virtudes y sus defectos, me hace recordar épocas en las que todo transcurría en una paz muy agitada. El ronroneo del refrigerador. El constante motor de los carros sobre la calle principal. El ladrido al unisono de su jauría. La tenue luz titileante. El sonido de este silencio tan abrumador. Esta es mi infancia. Mi adolescencia. Mi despertar. Mis sueños. Mis pesadillas.
En estos cuatro años no había pasado tanto tiempo aquí. Y mi madre teme que me aburra. No ser lo suficientemente divertida para llenar mis espectativas. Pero yo solo quiero respirar este aire. Deseo estar acurrucada. En posición fetal. Y sentir que todo va a estar bien. Que este silencio me acompaña en mis ruidos. Que las lejanas sirenas norteñas las llevo en la sangre. Podré ser lo quiera fuera de aquí. Pero en Tijuana soy yo. En casa de mi madre soy la niña que teme salirse de su seno.
En en estos cuatro años no me había dolido tanto regresar. No se me había metido tan dentro de la piel el recuerdo y la nostalgia. Y entonces veo sus plantas. Su ropa amontonada. Su polvo sobre los muebles. Sus ganas de ser mejor persona. Su callado y estrepitoso dolor de soledad. Y quisiera quedarme. Estar aquí para ella. Pero sé que eso en poco o en nada cambiaría las cosas. Que mi momento lejos aún no termina. Pero el nudo se queda en mi garganta.
Estoy sentada en la mesa que papá compró cuando nos mudamos a esta casa. Esta mesa de la que mi madre, a pesar de sus esfuerzos, no se ha podido deshacer. Es el peso del recuerdo. De esos ayeres que no volverán. Y duele. Duele reconocerlo.

Amor y muerte

La gente se enamora. Esa es la verdad. La gente muere. Eso es inminente. Pero ambas cosas ponen al mundo es perspectiva. Ambas te hacen preguntarte el porqué. Pero para ninguna de las dos hay respuesta. Ambas solo suceden. Al destino, la vida, dios, o como quieras llamarle, no le importa que tú no lo entiendas. Que no tenga lógica. Si la tuvieran perderían su esencia mística. No tendrían razón de ser. Y le damos tantas vueltas al asunto. Tantos llantos. La función de una es que entiendas a la otra. O que la aprecies. Cuando amas te das cuenta del significado de la muerte. De que está ahí latente y que el temor de perder a esa persona en la que depositas tu amor. Es más grande que cualquier otra cosa. Cuando alguien muere caes en cuenta del amor que sientes por las personas. Por el mundo. Por la vida. Y deseas expresarlo. Más que en cualquier otra situación.
El amor y la muerte. Aferrarse a uno para alejar al otro. Intimar con el otro para apreciar el uno.