25.2.13

Fue a los 14 años. La sensación invadió todo mi cuerpo. Exploté. Comencé a llorar. No sé si de la emoción o por perder la inocencia. Lo cierto es que nada dentro de mí volvió a ser igual. Quería experimentarlo. Una. Otra vez.

Era la casa de mi madre. Ella estaba ahí. Se bañaba. Aprovechamos. El bajó lentamente hasta mis caderas. Desconocía lo que se podía sentir. Desconocía el placer de lo que una boca podía.

--

Fue a los 16 años. Iba a la iglesia. Coordinaba un grupo de jóvenes católicos entregados al Divino. Yo misma. Era uno de ellos. Predicaba su palabra como si ésta recorriera mi sangre.

Salí de bañarme. Me recosté en la cama. No lo pensé. Mis manos tomaron vida propia. Me recorrieron. La húmeda toalla cayó a los costados. Entré. Lateral. Perpendicular. Circular. Mente. Desconectada. Sentí. Cero fantasías. Sentí. Sentí. Sentí.

Descubrí que no hay necesidad de secundarios.

--

Si esperé el tiempo que esperé no fue por falta de oportunidades. Siempre las tuve. Si algo me ha enseñado la vida es que siempre hay alguien dispuesto. Esperé porque me dio la gana. Porque así lo quise. Porque siempre he tomado las decisiones con calma. Las presiones no me van.

Cuando comencé a salir con él, le dije a Mar, "llegó la hora". Lo sabía. Era el indicado. No había nada tangible. Ninguna prueba. Mis entrañas lo supieron.

Fue a los 20 años. Hasta hoy no hay nada que me haga arrepentirme. Él era. Él es. Él será. Lo supe desde el primer momento. Y él lo intuyó. Esperó. Esperó. Hasta que yo lo pedí. Con todas mis ganas. Con todas mis fuerzas. Él era.

No lo recuerdo. Nunca quise que fuera mágico. Y no lo fue. Solamente sucedió. Una tarde de septiembre. No hubo estrellas. No las necesitaba.

Nunca las he necesitado.

--

Entonces. Una tarde en Guadalajara. Un viaje de improviso.

Fue a los 26 años. Un hotel con alberca. Un viaje de negocios. Él estaba ahí. Yo estaba ahí. Ambos. Sólo para los dos. No existía nadie más. Estábamos. Y de improviso. Zas. Sucedió.

Fue ese. El preciso momento en que lo decidí. No había vuelta atrás. Era el indicado. El único que. No necesitaba nada más. Nada me hacía más feliz. Que pensar en. Que vivir la.

--

Entonces, ¿en qué momento? ¿Cuándo sucedió?

Ya.

Ahora entiendo.

Y no.

24.2.13

Mi padre. Mi madre.


Trato de recordar qué me enseñó mi padre. Qué aprendí de él. No lo recuerdo. Me esfuerzo. Analizo cada hecho. Cada movimiento. Sus miradas casi olvidadas. Tenía los ojos café. ¿Eran claros? ¿Rojizos? Su cabello ondulado. Su sonrisa. Siempre sonreía. Debo haber aprendido algo que no aprehendí.

...

Los pasajeros a mi alrededor de desdibujan. Antes me costaba leer porque iba atenta a sus gestos. A sus pláticas. Como si yo viniera de otro mundo. Como si estuviera sentada en el aeropuerto y observara a la gente apresurada que arrastra sus maletas. Ahora son sólo siluetas. No me importan sus opiniones. Sus miradas. Sus asombros. Son entes que deambulan en una urbe carcomida por el tiempo.

...

Desapego emocional.
La última vez que lo visité. Julio de 1998. No tenía tiempo para sacarnos a turistear a mi hermana y a mí. Así que tomó un mapa de guía roji y un billete de quinientos pesos. Ustedes están en este punto, dijo señalando el mapa. Visiten lo que quieran de la ciudad. Yo tenía quince años. En una gran ciudad desconocida. No existían los celulares. Sólo regresen antes del anochecer. Ni siquiera nos preguntó a dónde iríamos. Si pasaba por nosotros. Si sabíamos utilizar el metro. Las líneas de microbuses. Un mapa y quinientos pesos. Desapego.

...

Me paso de mi estación más cercana de metrobús. Conscientemente. No. No soy vengativa. De alguna o de otra manera las cosas siempre toman su rumbo. La venganza es como tratar de encausar un río con costales de arena. En algún momento termina por desbordarse. Solito. Por pura naturaleza. Qué caso tiene desgastarse en los costales. Mejor aléjate del río que tarde o temprano tomará su cauce. Aléjate. Antes de que sea demasiado tarde.

...

Dejar ser.
Mi primera peda fue en Acapulco. Tenía catorce años. Salí con mi hermana a un antro. Barra libre para mujeres. Y la niña pidió todo lo que había en la carta. De regreso al hotel, toda la noche en vela. Vomitando. Él se dio cuenta. En vez de regañarme se burlaba cariñosamente de mi situación. Los siguientes días sólo pedí agua natural. Dejar ser.

...

Reconozco esas características. Y camino. Por las mismas calles de hace quince años. Ahora sin mapa en mano. Reconozco su mezcla. Mi padre. Mi madre. Unidos en una sola persona. Desapego apegado. Dejar ser con sus reglas. Positivo negativo.

Tú eres. Mi padre. Mi madre.

17.2.13

Es necesario emprender retiradas. Darse cuenta de los ciclos que terminan. Cuando un espacio, una persona, una relación, una sensación, las acciones, los papeles jugados ya no nos satisfacen.

Últimamente, por una u otra razón mi estado ha sido de zombi. Sea por la casa, el trabajo, mis formas de relacionarme. Salgo del depa, camino con la mirada puesta en el vacío. Tomo el metrobús. No me doy cuenta si hay asientos disponibles. No tiene caso sentarse. Estar parada. Es lo mismo. Pienso en sacar un libro para ponerme a leer. Ocupar mi mente. Pero mi mente no tiene ganas de ser ocupada. Entonces sigo con la mirada puesta en el vacío. Siento las miradas a mi alrededor. Gente desconocida que me dicen que no estoy bien. No me importa. Cada instante que pasa se me olvida más esa cálida sensación que es una sonrisa, una carcajada genuina. Antes de hacerlo, lo pienso. Ah, sí, esto parece que amerita una risa. Y río.

Bajo del metrobús. Tomo el micro sin ni siquiera leer su dirección. Para mi mala fortuna le atino. Siempre. Tengo la esperanza de perderme uno de estos días. Y no reconocer el camino de regreso. Pero tengo que bajarme. Cruzar un puente destartalado. No hay nadie atento a que una de las láminas se caiga. Nadie toma mi brazo para bajar los peldaños. Saco mi credencial de la bolsa. La muestro a dos guardias con cara de perros rabiosos. Aprieto el botón del ascensor. Espero. Espero. Espero. Entro. Ojalá se detuviera en medio de dos pisos. Ojalá se atorara y me dejara encerrada ocho horas dentro. Pero no. Siempre llega. Siempre. Al tercero.

Y entonces viene lo más difícil. Saludar como si tuviera ganas de hacerlo. Como si me diera gusto ver esas caras que no me da gusto ver. He pensado seriamente llevar una bolsa en mi cabeza. Para no tener que fingir. Decir esos 'hola' que me salen como navajas por la garganta. Y sentarme en ese lugar escogido. Tratar de esconderme tras el monitor. Y responder chats con 'jaja'. Esperar. Esperar. Esperar. La hora de la salida. Sin tener un refugio dónde esconder mi mirada.

Y el regreso es peor aún. Porque espero que pase un accidente catastrófico. Que se vuelque el metrobús. Quizá. Pero no sucede nada. Sólo gente y más gente. Y más gente.

Es hora de emprender retiradas. No estoy dispuesta a soportar más toques de queda. Suficiente tuve ya. Ésta fue la gota.

Señores, mi vaso ha sido derramado.

10.2.13

El Infierno lleva mi nombre. Tatuado en las llamas que lo contienen. Los condenados lo susurran. Así. Se llama. En el fuego interior que abraza los órganos vitales está escrito. Hace que se revuelquen hasta los más santos. Las víctimas. Los villanos.
Yo, la mala de la película. Quien saca los peores sentimientos en las personas más puras. Los pecados capitales encarnados en una sola esencia.
Yo, la que no entiende.  No escucha. No ama. No actúa. No se entrega. No habla.
Yo, la contenida. La orgullosa. La malcriada. La corazón de piedra. La valle de lágrimas.
Yo, el Infierno.
Yo, la peor de todas.

8.2.13

Servicio al cliente

Una regla básica del servicio a cliente es que un cliente que se enoja y reclama es un cliente que quiere que lo convenzas de quedarse. Por eso hay que solucionarle el problema. Te está dando una oportunidad. Mientras que un cliente que en verdad se hartó del mal servicio simplemente no regresa. Ni siquiera tiene la paciencia ni las ganas de decirte una vez más que la cagaste.

Se va. Punto.

Lo mismo pasa con la vida.

De todos los papeles que hay disponibles en este teatro que es la realidad, el que menos me gusta es el de víctima. El dolor y el sufrimiento están peleados conmigo. Puedo enojarme. Llorar de coraje. Maldecir. Gritar las injusticias. Mandar a chingar a su madre. Pero el encabronamiento pasa rápidamente. Se esfuma. Porque no estoy dispuesta a darle tiempo a ese sentimiento autodestructivo.

Cuando me hacen una pendejada, la digo, lo más calmada posible. Le doy una oportunidad a su servicio. Si lo hace por segunda ocasión, pienso, todos somos seres humanos. También yo he cometido estupideces. Pero cuando la vuelve a cometer, ya no hay palabras que valgan. No saldrá nada más de mi boca.

Han perdido un cliente.

7.2.13

Seis años

Era un domingo. Creí que era uno cualquiera. Mi madre hizo ceviche. Estábamos en su casa Caro, Martín, Aldo y yo. Todos comimos gustosos. Caro se comió nueve tostadas. Sí. Nueve. Me pareció extraño su voraz apetito, pero no sospeché nada. Aldo se fue a su casa y yo me metí al cuarto de mi mamá a echar la siesta. Estaba somnolienta cuando ambas entraron a la recámara. Mi madre empujaba a mi hermana. Dile. Me asusté. ¿Qué? Estoy embarazada. Pensé que no terminaba de despertar. Sólo atine a decir Felicidades. Veintiún años. Quinto semestre de carrera. Sabía que todos le preguntarían. Qué harás. Pero cómo. Tu carrera. Tu futuro. Así que quise que recibiera una felicitación. Como se supone que debe ser. Pero dentro de mí todas esas preguntas también venían a mi mente.

No dejó de estudiar. Ni de trabajar. Siempre luchona. Andaba en calafias con la panza de cinco, siete, nueve meses. Iba a la escuela. Al doctor. Apostamos por el sexo. Y gané. Niño. Sería el primer hombre de la familia. Rodeado de mujeres. Le hablábamos a la panza que crecía y crecía. Le inventábamos nombre. Ale le decía Louis. Caro se enojaba.

Algo crecía dentro de ella. Ese algo que se convirtió en alguien.

Nació un lunes. Fue cesárea. Nunca se acomodó. Todas estábamos trabajando. Presionábamos a Alejando para que nos tuviera al tanto. Trabajaba en el CECUT. Tenía nervios. A las dos de la tarde mi teléfono vibró. Tenía un mensaje multimedia. Entonces lo vi por primera vez. Cobijado por una manta y un gorrito azules. Enrojecido. Los ojos hinchados. El ser más hermoso que había visto nunca.

Al salir del trabajo Aldo pasó por mí y fuimos al hospital. Caro en la cama sostenía un pequeño cuerpecito que acababa de salir del suyo. Dudé en tomarlo cuando me lo ofreció. Pero era como un imán. Quería sostenerlo. A la vez que tenía miedo de dañar su fragilidad.

Conforme creció me enamoré de él. Calmado. Sociable. Risueño. Dispuesto a recibir todo el amor que cuatro mujeres le prodigaban. Se volvió el alma de la familia. Siempre en nuestros pensamientos. Siempre atentas a sus necesidades. Nuestro amo y señor. Tal como su nombre lo dice.

Hace seis años nació el único hombre capaz de hacerme dudar de mi decisión de no tener hijos: Cristo.

4.2.13

- ¿Crees que reviva?
- No quiero hablar de cosas tristes.

(Silencio)

- ¿Y por qué hasta ahora? ¿Por qué hasta ahora te preocupas? Dejaste pasar todo este tiempo sin hacer nada y de repente te entra la preocupación.
- Pensé que no querías hablar de cosas tristes.
- Bueno, tú me preguntaste y me entró la duda de por qué esperaste tanto tiempo.
-  ¿Quieres decir que yo soy la absoluta culpable?
- Sólo creo que es una pérdida de tiempo. Si quieres saber lo que opino: no, no creo que reviva.

(Silencio)