6.11.11

A mi padre siempre le gustó el box. Yo no entendía por qué se ensimismaba viendo a dos hombres pelear con los puños envueltos. Me preguntaba "¿a cuál le vas?" y yo siempre elegía el boxeador con los mejores pantaloncillos: nunca acertaba. "Va a perder" me decía mi padre, y siempre tenía razón.

Todos lo sábados lo veía sentarse frente al televisor con una cerveza Corona. En ocasiones gritaba improperios. En otras sólo observaba, callado, analizando los movimientos pugilísticos. Yo sólo veía a dos changos darse con todo y me fastidiaba estar viendo una pelea cuando podíamos ver una película. ¿Para qué tener tele de paga si solo ve el box?, me preguntaba. Pero, aún así, eran momentos que apreciaba. Estar a su lado, momentos íntimos que compartíamos, nadie más se sentaba a ver el ring con él. Ni su esposa, ni su amante, ni ninguna de sus cinco hijas. Sólo yo. El y yo viendo a dos boxeadores darse de trancazos.

No importaba si me gustaba o no. Estar a su lado en un momento que él tanto disfrutaba era mi recompensa. Perder siempre en las apuestas. Aunque recuerdo que un día el me hizo la misma pregunta, ¿a cuál le vas?, y coincidió que el que traía el short rojo (mi color favorito) era el bueno. Agachó la cabeza y me dijo "creo que ahora sí ganarás". Y lo hice. Siempre ganaba, aunque él no lo supiera, hasta que lo supo, meses antes de morir.

A mi padre le encantaba el box. Se sentaba ahí, en el cuarto de tele, con una cerveza Corona en la mano y  otra libre para mi abrazo. Se emocionaba. Reía. Se enojaba. Me miraba. Con esa mirada íntima que regala quien sabe que está dando y recibiendo un obsequio.

Nunca fui su favorita. Mi hermana mayor, tal vez por ser la primera, era su consentida. Para ella fueron todos los regalos, todas las adulaciones. Pero tampoco fui víctima: era la favorita de mi mamá. Aunque como todo ser humano, ansiaba tener lo que no poseía, el favoritismo de mi padre. Sentir el orgullo paterno, y el box siempre fue un modo de obtenerlo.

Ahora, siempre que me siento a ver una pelea, con una cerveza en mi mano y la otra libre para el abrazo, lo recuerdo. Ya no le voy al que vista el short más bonito, ni con el color de mi preferencia, pero daría lo que fuera por ver una pelea, aunque sea un round, con mi padre y poder compartir con él esa pasión que hoy es también es mía.

3.11.11

De estrella sólo tenía el nombre, el peso, la rotación. Mas no así la luz propia, el placer de que otros cuerpos giraran en torno a ella. Su madre se lo puso, y no porque fuera el faro celestial que alumbrara su camino, sino porque ella siempre quiso llamarse así. Su nombre era Estela y nunca le gustó la idea de ser una sombra, sólo un halo, una luz que se difumina por el brillo constante y casi impedecedero de un astro en todo el sentido de la palabra. Cuando de chica, descubrió el verdadero significado de su nombre, decidió que su primera hija se llamaría Estrella. No Luna (un cuerpo tan pobre que depende del movimiento del sol y del planeta), no Sol (uno de los astros más pequeños del universo), sino Estrella (grandeza, luz, movimiento, líder).

Pero, como en estos casos suele suceder, su nombre no reflejaba su personalidad: opaca, pasiva, escuálida de peso completo.

Habló hasta muy tarde. Era la estrella ficticia, metafórica, de la familia, por lo que nunca necesito decir más de tres palabras seguidas para obtener lo que deseaba. ¿Para qué hacer el esfuerzo de enlazar palabras para conformar una oración? Nunca hubo necesidad. Pero cuando entró a la primaria se dio cuenta, o más bien, sus maestros se dieron cuenta de que algo le faltaba, de que no había brillo en sus ojos ni en su lengua. Y sentenciaron: no llegará muy lejos.

Pero se equivocaron. A pesar de su cuerpo de luna llena, tenía pies veloces, que no se detenían ante los
inminentes obstáculos callejeros. Las piernas comenzaron a enflacarle, mientras su lengua sufría de pereza y engordaba, haciendo más difícil su habla.

En cambio Estela le hizo honor a su nombre y se convirtió en la sombra de Estrella, en su cola de polvo y piedras que brillaba solo si a su hija se le daba la gana.

Cuando entró a la secundaria, sus compañeros se burlaban de ese músculo hinchado dentro de su boca, que sólo le funcionaba para degustar glotonamente todo tipo de comida chatarra. Fue cuando conoció a Ricardo quien sufría "el mal del astronauta". Sin saberlo su atención era llamada por todo aquello con forma de astro. Cuando conoció a Estrella no pudo dejar de admirar su redondez adolescente, su cuerpo en forma de esfera navideña.

Todavía no conocía el deseo, pero era el sentimiento más acercado a la lujuria con el que había tenido contacto. Los cráteres en la faz de Estrella le proporcionaban cierto cosquilleo reburbujeante que agitaba su dermis espacial. Ella no se daba por enterada, seguía deglutando, pero algo en le decía que tenía que comenzar a poner en movimiento su bizcosa y gorda lengua. No podría seguir soportando las jiribillas de sus compañeros de clase.

Un día Ricardo se decidió. Llegaría a esa estrella con o sin uniforme astronáutico. La blandura del cuerpo puberto, su opacidad constante contrastada con la brillantez de esa minúscula, silenciosa y carnosa lengua le obligaron a acercarse y preguntarle algo vanal. Estrella sólo contestó con un mugido casi imperceptible, pero eso bastó para que Ricardo la llamara a su mente en la noche, recordando su tierno gemido. Imaginó el movimiento de su lengua guardada en la cavidad casi hermética de su boca.

A estrella le pareció un poco extraño que un chico como Ricardo le dirigiera la palabra. Lo veía como un pobre diablo: flaco, tímido, sentado siempre en un rincón alejado del salón de clases. Desde ese momento comenzó a darle un poco más de atención. Para su sorpresa cada vez que ella volteaba a verlo con todo el disimulo posible, se topaba con la pared de los ojos de Ricardo. Fue cuando se dio cuenta que no dejaba de verla. Vez que lo miraba, vez que sus ojos le hacían una súplica desesperada. ¿De qué? No lo sabía, pero algo intenso se revolvía en su interior.

A Estrella comenzó a darle pena su lengua, sin saber que ese órgano era el "muso" de las noches más intensas de Ricardo. Comenzó a hacer esfuerzos incomesurables para moverla. Todos los días, en su casa, abría la boca y trataba de llevar su rojilla y tibia lengua al paladar, a pesar de los reproches de Estela. "Qué haces, Estrellita. Deja de hacer lo que sea que estés haciendo y ven a comer tu panquecito nocturno". Pero ella ya no quería comer, pero con tal de no tener que darle explicaciones a su madre -y ni que pudiera- tomaba la comida y la escondía en sus cajones para tirarla al día siguiente en la escuela.

Uno de esos días, Ricardo le preguntó si podía acompañarla a su casa. Estrella, ante la impotencia de no poder contestar, movió la cabeza afirmativamente. Ricardo pensó que era la mujer ideal, de esas sumisas que no hablan y complacen al hombre. Entonces vio su oportunidad. En un momento en que Estrella estaba desprevenida la jaló hacia sí y la besó. Lo único que deseaba era sentir la calidez de su robusta lengua, pero Estrella ante la verguenza de su gordinflona boca no separó los labios ni un milímetro. Esa noche Ricardo no pudo ponerse a tono, ¿era acaso que él le causaba repulsión?

Llegó el momento en que con mucho esfuerzo y dedicación, Estrella podía abrir la boca, emitir palabras y tocarse cada uno de sus dientes y molares con la punta de la lengua. Estaba satisfecha con ella misma y esperaba impaciente el acercamiento de Ricardo para mostrarle las destrezas que podía realizar dentro y fuera de sus labios. Pero a Ricardo se le había ido la pasión: Estrella había adelgazado, más que un astro parecía un cohete a punto de despegar, hablaba con soltura, como esas niñas con cabezas huecas, no dejaba nada a la imaginación y, lo pero de todo, esa magnífica lengua rechoncha, húmeda, ensalivada, glotona, pesada, guardada como en un refugio antinuclear, se había convertido en una lengua seca, sin chiste, sin voluptuosidad. Una lengua común y corriente.

Estrella comenzó a ser un astro en el salón de clases, ante la mirada atónita de sus compañeros. Y cuando volteaba a ver a Ricardo, quien le había dado su primer beso, este esquivaba la mirada con repulsión cegado ante la luz del astro solar.