Sabía que necesitaba un corte de pelo. Por lo menos un despunte. El espejo y el cepillo me lo recordaban desde hace más de dos semanas. Me decían que era hora de ir al estilista, a malgastar cien pesos. También tienes que pintarte el cabello, si es que no quieres evidente signos de tu edad en él.
No soy de las que llora cuando un corte no les gusta. Siempre pienso que es una parte que vuelve a crecer. Lloraría si hubiera un rito donde tuviera que cortarme periodicamente los dedos, o las orejas. Mi madre estudió para estilista. Cuando se dio cuenta de que era una divorciada con tres hijas y sin prepa a los 26 años, optó por estudiar el arte de la vanidad femenina. Nos utilizó a mis hermanas y a mí como sus conejillos de indias. Cada semana estrenábamos un corte distinto: en capas, grafilado, con flequillo largo, corto, chino, lacio, mechones blichiados, manicures... en fin. Tenía ocho años, iba a tercero de primaria y estaba enamorada de un niño a quien le gustaba mi mechón teñido del copete.
Se hizo de su kit indispensable, el que aún después de 20 años conserva, y comenzó a trasquilar a todos los de la colonia por la módica cantidad de 20 pesos. Sobre todo eran hombres quienes acudían a pagar por sus servicios. Siempre nos alentó a que probáramos cortes distintos, que no nos estancáramos en uno solo. Es por eso que las fotografías de mi niñez tengo
looks tan variados.
Cuando murió mi padre decidí no cortarme el cabello, ni siquiera las puntas. Dejar que creciera como se le diera la puta gana. Así se me formó una mata hasta la cintura. No me crece rápidamente, no sé si sea cierto que si te lo cortas en luna llena te crece más rápido, o si te bañas con champú de chile o si... no sé, nunca he probado. Al final de la prepa tuve que tomar un decisión: ser monja o estudiar literatura. Me decidí por la segunda opción, a tal grado que no quise saber una palabra más del evangelio, dejé de ir al coro de la iglesia, a misa hasta dos veces por domingo. Tomé unas tijeras y me corté el pelo. Así, yo sola. Sin haber estudiado antes ninguna chingadera. Y así me quedó.
Mi madre aplaudió la azaña. Aunque al día siguiente me llevó con la estilista para que arreglara el desastre que traía en la cabeza. Al día siguiente entré a mi primer día de universidad. Como nadie me conocía, no hubo quién reparara en mi drástico cambio, no tanto fue por rebeldía, si no porque ya no era la misma. Era otra etapa de mi vida.
Desde esa vez, cortarme el cabello es un signo de que cierro círculos de mi vida. Tal vez metafóricos. Pero el cerrar también significa que abro otros. No conscientemente, pero cada vez que pago por un corte sé que se acerca un cambio. Que ya no seré la misma. Aunque lo siga siendo. Cuando el espejo me dice que necesito desesperadamente un cambio de
look, quiere decir que comienzo a estancarme. El mejor ejemplo es que en toda la universidad pasé por
looks muy distintos y mi vida sentimental era un sube y baja.
No había tenido fleco desde los ocho años, cuando mi madre hacía sus experimentos. Ayer que fui a la estética me hicieron esperar cuarenta minutos. Le marqué a mi hermana para saber qué opinaba ¿me hacía fleco o no? No contestó. La desición estaba en mis manos, aunque J me había dicho muy determinante: "De ninguna manera, no te gustan tus cachetes y los vas a hacer más evidentes, además de que ocultarás tus ojos y sin contar que tienes la frente pequeña y la cara se te verá más achatada. No está de moda". Nada alentador. Pero, al mismo tiempo, ahí mismo tomé la desición: lo haría. Es solo cabello. No son dedos. Volverá a crecer. Y sus palabras eran lo peor que me podría pasar.
La chica me llamó a que me sentara. Le dije que sólo quería un despunte y que además me hiciera fleco. Nunca me habían jalado el cabello de tal manera. Ni golpeado con una secadora. Lo consideré un buen augurio. Cuando llegó a la parte del tupé (como le decía mi madre) me preguntó ¿de frenre o de lado? De frente (auque no tenía ni idea de lo que significaba). De frente se te abre en dos. Es que me lo peino de lado, la mayoría de las veces. Entonces de lado. Cuando lo estaba peinando me señaló incómodamente los remolinos que se me hacen. Sí, pensé, pero para eso te estoy pagando, es tu pinche trabajo.
Salí mentándole de madres por el trato, aunque el corte no estuvo tan mal.
Al llegar a la casa me dijo "te ves guapa". Pero en el espejo solo atino a ver a una niña de ocho años, su madre estudia cultura de belleza, su padre le paga viajes al D.F. todas las vacaciones largas y está enamorada de Daniel, a quien le encanta su fleco, aunque no esté teñido.