21.4.12

Al borde

Ya ni me acuerdo en qué momento decidí que era el indicado. De hecho creo que nunca lo decidí. Solo se dio.

Las desiciones importantes que he tomado no las tomo, simplemente las hago. Así, sin pensar. Cuando algo me da miedo me aviento. Odio tener miedo, y mi manera de ahuyentarlo es encarándolo y aventarme. Como cuando salté del parapente. Sentía que se me iba a salir el corazón. Pensaba en las miles de posibilidades que había de que me cayera, que no funcionara, que hubiera turbulencia, que muriera, o peor aún, que quedara paralítica, con daños irreversibles... Me aventé. Así, sin más, corrí hacia el vacío.

Así son mis desiciones. Cuanto más pienso menos lo hago. Tengo que dejar de pensar. Por eso mismo luego no recuerdo qué me orilló a hacerlo. O el momento exacto en que tomé la desición. Cuándo decidí cambiar de secundaria. Cuándo di mi primer beso. Cuándo decidí estudiar literatura. Cuándo perder mi virginidad. Cuándo salirme de la casa materna. Cuándo irme a vivir en pareja. Cuándo cambiar de ciudad. Cuándo. En qué preciso momento.

No lo sé.

Y tengo miedo. De que todo desaparezca. De ser insoportable. De que él tenga razón. Mi mutismo sólo es síntoma de mis temores. Mi indiferencia aparente de la desesperación.

Estoy consciente: no soy la mejor mujer para compartir una vida. Tal vez mis defectos superan mis virtudes. Soy grosera. Odio dormir con canceltines. Me derramo en llanto una vez al mes. Desvío la mirada cuando no quiero escuchar algo. Me creo el centro del universo. Siempre creo tener la razón. No lavo los trastes. Soy decidiosa. Leo menos de lo que quisiera. Siempre creo que merezco algo mejor. Inconforme. Tengo mil maneras de escabullirme. La insolencia suele ser mi mejor amiga. Siempre insatisfecha. Siempre buscando algo más. Muevo las piernas constantemente. Y me trueno los dedos. Y las rodillas. Me levanto tarde. Soy sarcástica. E hiriente. Y nunca, nunca, permitiría que me hicieran lo que yo suelo hacer.

Estoy lejana a ser la mujer que alguien querría para siempre a su lado. Excepto la soledad.

¿Es este el momento de volverme a tirar al precipicio?





8.4.12

Nadie me conoce. Y me place. Las personas creen saber de los demás y no hay nada más errado. Solo logramos conocer la punta del iceberg, la superficie, una pequeña porción de la totalidad. Hay gente que cree conocerme. Pero hay tantas cosas de mí ocultas. Tantos hechos, acciones, personalidades... Pero no hay nada más excitante que el que una persona te vea como si tuviera pleno conocimiento, mientras devuelvo la mirada sumisa de "Sí, soy todo eso que tu crees que soy" y que plácidamente sonrían y se vayan con calma a su lecho nocturno.

No, no soy eso que todo mundo cree. Soy totalmente otra cosa. Una mirada sin fuga oculta en la cinta de un zapato mojado. Lo que nunca les pasaría por la mente. Lo que conocen es mi antifaz. La cara que doy al mundo. La rebeldía que oculta mis emociones. El llanto tierno sobre la trágica desverguenza. La seriedad humedecida por el vapor de la carcajada.

Cuando iba en quinto de primaria mandaron a llamar a mi madre de la dirección. Cuando le dijeron que una niña de sexto (Wendy) me buscaba pleito por un niño (Iván) -la eterna historia de mi vida- mi mamá aseguró que no podía ser. Su hija era una santa. Dijo determinadamente.

Cuando estaba en la secundaria mis amigas le decían "Su hija tiene un carácter muy fuerte", y mi madre ponía cara de what? Entonces comenzó a comprender que no solo era la hija abnegada y chillona que tenía en casa. Era más que eso: llevaba una doble vida. No le importó mucho, puesto que la cara que ella me conocía era la de la tierna hija que hacía todo lo que le ordenaban, quien la apoyaba en sus momentos más duros. Entendió que se había llevado la mejor tajada.

Entonces cada vez que la mandaban a llamar de la escuela por pleitos entre estudiantes o porque me había hecho la pinta para irme con mi noviecito le decía a la orientadora " No puedo estar viniendo siempre, así que le suplicaré que solo me cite cuando haya algo realmente importante". De ahí en adelante ya no le llamaron, sólo se dedicaban a ponerme los reportes necesarios.

Cuando comencé a andar con alguien catorce años mayor que yo mi mejor amiga cayó sorprendida. No lo podía creer. Cuando me fui de la casa mi mamá casi me deshereda. Y así, una larga lista de sorpresas con amigos, novios, familia... Creo que es por eso que la mayoría de mis exnovios son mis amigos, porque en el fondo no creen que en mí habite la maldad suficiente (por decirle de algún modo) para hacerles las chingaderas que les hice.

Nadie me conoce realmente. Y me place. Cuando creen que ya me saben, que mis reacciones son esperadas, que pueden leer mi miradas, que pueden predecir mis acciones... !Zas! La estocada final. Corto las orejas y el rabo y todos los personajes -femeninos y masculinos- que habitan mi interior se ponen de pie en una sórdida ovación.

1.4.12

Sabía que necesitaba un corte de pelo. Por lo menos un despunte. El espejo y el cepillo me lo recordaban desde hace más de dos semanas. Me decían que era hora de ir al estilista, a malgastar cien pesos. También tienes que pintarte el cabello, si es que no quieres evidente signos de tu edad en él.

No soy de las que llora cuando un corte no les gusta. Siempre pienso que es una parte que vuelve a crecer. Lloraría si hubiera un rito donde tuviera que cortarme periodicamente los dedos, o las orejas. Mi madre estudió para estilista. Cuando se dio cuenta de que era una divorciada con tres hijas y sin prepa a los 26 años, optó por estudiar el arte de la vanidad femenina. Nos utilizó a mis hermanas y a mí como sus conejillos de indias. Cada semana estrenábamos un corte distinto: en capas, grafilado, con flequillo largo, corto, chino, lacio, mechones blichiados, manicures... en fin. Tenía ocho años, iba a tercero de primaria y estaba enamorada de un niño a quien le gustaba mi mechón teñido del copete.

Se hizo de su kit indispensable, el que aún después de 20 años conserva, y comenzó a trasquilar a todos los de la colonia por la módica cantidad de 20 pesos. Sobre todo eran hombres quienes acudían a pagar por sus servicios. Siempre nos alentó a que probáramos cortes distintos, que no nos estancáramos en uno solo. Es por eso que las fotografías de mi niñez tengo looks tan variados.

Cuando murió mi padre decidí no cortarme el cabello, ni siquiera las puntas. Dejar que creciera como se le diera la puta gana. Así se me formó una mata hasta la cintura. No me crece rápidamente, no sé si sea cierto que si te lo cortas en luna llena te crece más rápido, o si te bañas con champú de chile o si... no sé, nunca he probado. Al final de la prepa tuve que tomar un decisión: ser monja o estudiar literatura. Me decidí por la segunda opción, a tal grado que no quise saber una palabra más del evangelio, dejé de ir al coro de la iglesia, a misa hasta dos veces por domingo. Tomé unas tijeras y me corté el pelo. Así, yo sola. Sin haber estudiado antes ninguna chingadera. Y así me quedó.

Mi madre aplaudió la azaña. Aunque al día siguiente me llevó con la estilista para que arreglara el desastre que traía en la cabeza. Al día siguiente entré a mi primer día de universidad. Como nadie me conocía, no hubo quién reparara en mi drástico cambio, no tanto fue por rebeldía, si no porque ya no era la misma. Era otra etapa de mi vida.

Desde esa vez, cortarme el cabello es un signo de que cierro círculos de mi vida. Tal vez metafóricos. Pero el cerrar también significa que abro otros. No conscientemente, pero cada vez que pago por un corte sé que se acerca un cambio. Que ya no seré la misma. Aunque lo siga siendo. Cuando el espejo me dice que necesito desesperadamente un cambio de look, quiere decir que comienzo a estancarme. El mejor ejemplo es que en toda la universidad pasé por looks muy distintos y mi vida sentimental era un sube y baja.

No había tenido fleco desde los ocho años, cuando mi madre hacía sus experimentos. Ayer que fui a la estética me hicieron esperar cuarenta minutos. Le marqué a mi hermana para saber qué opinaba ¿me hacía fleco o no? No contestó. La desición estaba en mis manos, aunque J me había dicho muy determinante: "De ninguna manera, no te gustan tus cachetes y los vas a hacer más evidentes, además de que ocultarás tus ojos y sin contar que tienes la frente pequeña y la cara se te verá más achatada. No está de moda". Nada alentador. Pero, al mismo tiempo, ahí mismo tomé la desición: lo haría. Es solo cabello. No son dedos. Volverá a crecer. Y sus palabras eran lo peor que me podría pasar.

La chica me llamó a que me sentara. Le dije que sólo quería un despunte y que además me hiciera fleco. Nunca me habían jalado el cabello de tal manera. Ni golpeado con una secadora. Lo consideré un buen augurio. Cuando llegó a la parte del tupé (como le decía mi madre) me preguntó ¿de frenre o de lado? De frente (auque no tenía ni idea de lo que significaba). De frente se te abre en dos. Es que me lo peino de lado, la mayoría de las veces. Entonces de lado. Cuando lo estaba peinando me señaló incómodamente los remolinos que se me hacen. Sí, pensé, pero para eso te estoy pagando, es tu pinche trabajo.

Salí mentándole de madres por el trato, aunque el corte no estuvo tan mal.

Al llegar a la casa me dijo "te ves guapa". Pero en el espejo solo atino a ver a una niña de ocho años, su madre estudia cultura de belleza, su padre le paga viajes al D.F. todas las vacaciones largas y está enamorada de Daniel, a quien le encanta su fleco, aunque no esté teñido.