29.1.12


No puedo escuchar mi voz cercana. Se pierde entre los llantos de una felina ajena. Se desteje de maullidos. Comienzo a desprenderme. Los as bajo el sombrero del mago no surten su efecto. Solo son un truco de mieles y excremento.

No recuerdo cuándo fue la última. Me miento. No tolero el dolor conocido de la insatisfacción. La mano nostálgica de la soledad. Su caricia breve pero certera y solitaria. Pensamientos femeninos para tratar de llegar a aquello que me seduce pero que ya me es lejano sin haberlo poseído.

Tal vez, y sólo tal vez, sea el afán avaricioso del deseo. Agregar un nombre a la larga lista de desencuentros fortuitos. Tal vez, y sólo tal vez, es el pago de los intereses. El crédito me sobrepasó. Estoy en deuda y debo ceder. La gran pregunta es quién es mi banco. Quién es mi dios.

Todavía no lo logro. Dejar de pensar. Pensar que todo pasará. Que terminará antes de que comience la función. Sin intermedios. Pero un resquicio interno sueña con la eternidad. Esa de mentiras.

Busco conyonturas por donde filtrarme. El obstáculo del fin no puede ser lo último. Me repito. En la pared de los créditos no debe aparecer mi apellido. Solo en el frío desdibujado en mi almohada. Un doble habitante. El desprendimiento del deseo.

Soy mi propio doble. No son necesarias las preguntas metafísicas. Al final solo soy cuerpo. Un ente desposeído que busca lo insustancial de lo físico. Solo al final soy cuerpo.

Soy cuerpo solo al final.

22.1.12

Blogoterapia lacrimal

Aunque uno crea que ya está curtido en cuestiones mudancísticas, lo cierto es que nadie sabe lo que pueda enfrentar a la hora de la hora. Por ejemplo, y lo digo hipotéticamente, salir más tarde de lo previsto de la chamba, que te de una infección memorable en la garganta (y por lo tanto todo tu cuerpo no responda a las indicaciones del cerebro), que sea tu primer día de menstruación -bien, esto no aplica para hombres- y, por lo tanto, además del dolor de garganta, cabeza, cuerpo, somnolencia (por aquello de la empastillada) se unan los hermosos cólicos menstruales y el mood tristón de "nadie me quiere y a nadie le intereso", junto con el mar de lágrimas que nublan la vista para empacar o acomodar cajas.

Y me detengo en esto. El mar de lágrimas. El valle de lágrimas. Estoy pensando muy seriamente tomar terapia psicológica. Siempre le he rehuído. Digo que no sirve de nada. Que solo va gente que no se conoce a sí misma, porque la respuesta a todo, en realidad, siempre está en uno mismo. Pero comienzo a creer que las lágrimas son un problema que no conozco.

(Aquí abro un paréntesis porque estoy enferma y los ojos se me cierran, por lo que quiero aclarar que si notan errores sintácticos, gramaticales, semánticos o wereber no me juzguen tan duramente porque seguro me soltaré llorando)

Veamos. Analizaré el tema lo poco que pueda en el estado en que me encuentro.

Primero. Siempre me he considerado una persona que no llora fácilmente. De hecho, en ocasiones que la gente llora en mi hombro me siento mal por no poder llorar con ellos y hasta trato de hacerlo infructuosamente. Esa maña se me ha quitado, pues si no lloro lo deben de entender ¿que no?

Mi madre tiene varias anécdotas de mis llantos o no llantos de cuando era bebé. Dice que cuando tenía unos meses de nacida no lloraba, y cuando dice "no llorabas" es en toda la extensión de la palabra: no lloraba de hambre, ni cuando tenía el pañal sucio, no lloraba de sueño porque dormía plácidamente, no lloraba para que me cargaran, o por aire cuando me daban mamila, es decir: no lloraba. Fue tanta su preocupación, pues yo era la segunda y la primera le había salido muy latosita, que me llevó al médico para que diera su pronóstico. Mi doc me analizó, me pesó, me auscultó y todo lo que hacen en un chequeo general, y dijo que me encontraba en perfectas condiciones (nací pesando 3.800 kg por lo que era regordeta). Mi madre insistió en su preocupación. El médico, enfadado (supongo, porque no lo recuerdo), me quitó un calcetín y me aplastó el dedo gordo del pie. Yo solté un tremendo berrido que se fue aminorando a los segundos, algo así como "!cuñaaaaaaaaa! !cuñaaa! !cuña! cuñ..." hasta quedarme nuevamente dormida. Veredicto del especialista: su hija está sana y en perfectas condiciones, lo que pasa es que es una huevona.

No sé en qué momento cambió todo. Mi madre cuenta que a los tres años lloraba cuando veía hormigas o moscas. Así es, insignificantes bichos hacían que unas lágrimas regordetas cayeran sobre mis mejillas (también regordetas) aterrándome con su sola presencia. De ahí todo lo que recuerdo es llanto tras llanto. Cuando mi madre me regañaba y era mi culpa, lloraba. Cuando mi madre me regañaba y no era mi culpa, lloraba. Cuando mi madre regañaba a alguna de mis hermana, lloraba... y así pasaron unos 12 años, hasta que entré a la secundaria, que creo fue donde menos lloré, aunque si veía que mi mamá la pasaba mal con sus novios o por falta de dinero para darnos de comer, sí, lloraba.

Después vino la muerte de mi papá y mi entrada a la iglesia y ahí de nuevo comencé a llorar por todo. Al final de la prepa se me quitó un poco, y desde la uni por lo menos una vez al bimestre lloro todo un día con o sin razón.

La cosa se complica con mis relaciones sentimentales. En una discusión (tenga o no tenga la culpa yo) lo primero que hago es llorar y de verdad, lo juro por mi apá, que hago todo todo pero todo lo posible por no hacerlo. Odio los chantajes sentimentales y para nada mi llanto es uno de ellos. Siempre me preguntan "¿Pero qué te pasa, por qué lloras?" y con todo el llanto del mundo solo atino a decir "no sé". Y no es un no sé o no es nada de esos que las mujeres se sacan de la manga para que le sigan preguntando o las apapachen. Realmente no sé por qué lloro y ese es mi gran problema. Nunca me creen, siempre piensan que guardo un as bajo la manga o que me siento culpable por algo vergonzoso que hice, pero es meramente verdad, no sé por qué lloro.

Ayer, durante toda la mudanza estuve llorando. Y cuando digo toda la mudanza me refiero a toda la mudanza. Desde que me levanté, empaqué, hice de desayunar, me bañé, le abrí al personal de mudanzas, me fui con ellos al nuevo depa, descargaron las cajas... lloré, lloré y lloré. No podía dejar de hacerlo y fue más que desesperante. "Esa caja arriba (lágrima cayendo)", "Esa está bien abajo (lágrima resbalando)", "Ahí está bien (vista nublada)".

No me decían ni preguntaban nada, pero era evidente que se daban cuenta. No me importa en verdad lo que la gente piensa cuando lloro, o cuando me agarra a mitad del metro. No me importa que digan "ese con el que va seguro la hizo sufrir" o "¿no puede esperar a llegar a su casa para llorar?". Debo tener algún mal. Algún síndrome llamado Valle de Lágrimas. Tal vez mis lacrimales tienen alguna enfermedad incurable. De hecho no sé de dónde me sale tanta pinche lágrima.

Mientras escribo esto no lloro. Estoy tranquila. Aunque sé que en cualquier momento puede volver. Es inesperado. De repente comienza a bullir un caudal salado que no para hasta que se le da la gana. Ayer cuando iba en el carro con los de la mudanza (llorando), pensé "Pobres, han de ganar tan poco" y el río no se hizo esperar, salió desbordado. Ahora más en calma pienso que es más triste mi situación y ni siquiera puedo llorar por eso.

Mi teoría: En términos generales soy una mujer fuerte, que impone murallas para no salir lastimada. Me gusta rodearme de pocas personas, pero cien por ciento confiables, que serían algo así como pilares de una presa. Cuando alguien cercano a mí tambalea el agua de la presa sale disparada. El caso aquí es que no me doy cuenta de cuáles pilares son, es un poco más intuitivo que no le es revelado a la parte consciente de mi cerebro.

¿Necesito terapia?
Si me aseguran que me ayudará a desaparecer mis ataques de llanto, lo pensaré. Mientras tanto seguiré utilazando el blog con fines terapéuticos.

15.1.12

Reflexiones mudancísticas

Aunque cada vez siento más cerca la mudanza (que, por cierto, está más cerca cada vez), hago lo menos posible por empacar. Una más, una menos. Lo cierto es que dije, lo afirmé, que no extrañaría nada. Pero cada vez que recorro el camino hacia mi pequeño departamento, no puedo dejar de mirar los edificios, los personajes que habitan la colonia.

Fui a comprar carne y pensé "¿Debo despedirme del carnicero? ¿Será que le tengo que avisar que esta es la última vez que lo visito?", pero sólo atiné a decir "Medio kilo de falda". "¿Otra vez hará salpicón?". Me conoce, sabe lo que cocino, o cree saber lo que cocino, porque para fines prácticos le digo que es carne para salpicón cada vez que deseo hacer tostadas de carne deshebrada estilo sinaloense. Una vez le dije que era para caldo, y me dio mucho hueso, otra le dije que era para deshebrar y me dio mucho cuero. Cuando le dije que era para salpicón, el cual sólo he hecho una vez en mi vida, me la dio perfecta, tal y como la necesitaba. De ahí toda la falda que compro es para salpicón.

La señora de los tacos de guisado tiene más de tres semanas que no se pone. Siempre que son vacaciones se toma una semana antes y una semana después. Ella sabe que siempre le compro de huevo a la mexicana con frijoles. Lo que no sabe es que siempre que me acerco pienso "esta vez comeré algo distinto, probaré algo nuevo". Cuando llego y me pregunta "¿De huevito con frijoles? Hoy salió muy bueno", ya no pienso en los otros platillos y acepto, como quien acepta su caída sin meter las manos. Espero que esta semana ya se ponga. Lo más seguro es que no me despida de ella, no con palabras externas, sino para mis adentros. Diría J que es imposible hacerme hablar.

Otra más: la señora de los jugos. La primera vez que fui y compré un jugo verde (no tanto porque quisiera adelgazar, sino porque recién lo había probado en un restaurante y me gustó) trató de venderme unas pastillas naturistas para bajar de peso. Tal vez llegan muchas mujeres obsesionadas con su masa corporal, pero definitivamente yo no era su target (aunque tal vez debería haber aceptado su promoción). Tres veces a la semana pasaba a comprar mi jugo verde (naranja, piña, nopal, perejil), solo cuando andaba con principios de resfriado le pedía un antigripal (naranja, piña, limón y miel). Siempre decía "gracias" cuando me iba, lo que me generaba confusión, porque muchas veces lo hacíamos al mismo tiempo. ¿Dónde compraré mis jugos?

Siempre que me mudo pasa lo mismo. Pero a la vez reconozco ciertas manías. Cuando me salí de casa de mi madre no extrañé nada. Me fui a la nueve. Después me fui a Otay y me di cuenta de que siempre iba por mis tacos de chile relleno, los de birria, a comprar con el albino del Oxxo de la esquina, el café de la nueve, aunque nunca iba sabía que estaba ahí y me gustaba verlo cuando abría el portón de mi pequeña casa, donde pasé, tal vez, los mejores años: la universidad, trabajar en el Cecut, vivir sola, completamente, con miedos a las tres de la mañana, podía bañarme tres veces al día si así lo deseaba, tener insomnio y levantarme a escribir, se acabaron las visitas a los moteles, tenía mi casa para hacer y deshacer. Después vino la Pío Pico, a la vuelta de la nueve, y de Otay básicamente no extrañé nada, ¿cómo extrañar que el vecino de arriba se levantara a las seis de la mañana y pusiera las noticias a todo volumen?, ¿o que mi "compañera" dejara todo desordenado por la casa o que no pagara la parte de los recibos? De la Pío Pico siguió la Ruiz Cortínez y, sobre todo, extraba lo céntrico, tener una cama para mí sola, levantarme y hacer el ruido que se me viniera en gana, que una amiga pudiera llegar a las tres de la mañana porque estaba muy borracha para manejar. Pero así es la vida en pareja. Luego, casi casi por cuestiones económicas, mudarme a mi casa, ponerle piso, comprar más muebles, acondicionarla. Y ahí faltaban la panadería con sus empanadas de calabaza, los tacos el Gordo y sus tostadas de carne asada después de una peda en el centro, el patiecito donde Camila salía a caminar y comer gusanos... Al final vino el D.F. y de Quinta del Cedro no extrañé absolutamente nada.

Las mudanzas se dieron en grados distintos, con personas distintas. Todo se confabuló para que no extrañara Tijuana. Si mi venida a la capital hubiera sido de cualquiera de las anteriores casas tal vez me hubiera dolido más. Si no nos hubieran chocado, si no hubiera muerto su abuelita, si no hubiera entrado Virgilio, si no hubiera...

Ahora la próxima parada es Roma Sur. Contrato forzoso de un año. No puedo tener mascotas. El agua está incluida. Puedo hacer reuniones. No tengo espacio de estacionamiento para mi auto invisible. Es de dos plantas. Incluye estufa. Es una buena zona. Solo falta esperar. Esperar a conocer a esos sujetos que ya están ahí. Que esperan a que me encariñe con ellos, sin que jamás lo sepan. Sin que me despida cuando tenga que despedirme. Sin que les diga que, lo más seguro, es que un día sean parte de un insignificante post.

5.1.12

Hay veces en las que preferiría ser hombre.
No pelear con las hormonas.
No poder embarazarme.
No hacer un maremoto en un barco de papel.
Que me apasionaran los deportes.
Y me prendieran las curvas femeninas.
Despertar sin pensar en qué me voy a poner.
Con qué blusa me veo menos gorda.
Qué maquillaje le va a mi atuendo.
Ponerme solo gel en el pelo para salir a la calle.
Sin preocuparme de mi ropa interior.
Sin que tenga que ser cómoda y bonita a la vez.

Hay veces en que preferiría ser hombre.
Y no tenerme que cuidar de los manoseos en el metro.
Que nadie me diga que soy brusca.
O grosera.
Al fin, seré hombre, y a nadie le importará.
Tener el puesto que me merezco.
Y que los demás hombres no se sientan intimidados
cuando hagan una broma sexista delante de mí.
No tener que sentarme para echar una miada.
Ni que la vejiga me reviente en la grotesca fila del baño.
Que no me cedan el paso al salir del elevador.
Que mis canas sean sexies.

Hay veces en las que preferería ser hombre
pero la mayoría de las veces, casi siempre,
me jacto de ser mujer.

De la complejidad de mis emociones.
De que puedo ser ruda cuando es innecesario.
Que siempre haya alguien que se preocupe por mí
si hago pucheros
De no tener que mendigar amor... ni sexo.
De tener la posibilidad de dar vida a otro ser
y renunciar a ello.
Provocar lascivas miradas masculinas... y femeninas.
Que todo me sea permitido porque "ando en mis días".
Que me quieran proteger y, al siguiente segundo,
succionarme las amígdalas.
Que me den aventón hasta la puerta de mi casa.
Que mi cuerpo sea un misterio, aun para mí.

Pero sucede que hay veces, muy pocas,
ocasiones contadas con las llagas de mi vientre,
que me canso de ser mujer.