Siempre lo he dicho. Que la cursilería me parece demasiado... cursi. Que es para aquellas personas que no tienen capacidad de decir algo creativo. Que es poco elegante. Poco sutil. Que se trata de falta de originalidad. Demostrar amor casi con sarcasmo. Con un dejo de ironía. Que es para personas débiles. Désas que se derriten ante el primer halago. Ante el primer mimo. Que se le atribuye a las mujeres. Pero también muchos hombres (asombrosa la cantidad) la poseen. Y la sacan. De entre los más recóndito de su lado femenino. Estrógenos entre la testosterona. Que es desagradable. Empalagosa. Que la vida sería mejor con palabras directas. Sin miel de por medio. O no ese tipo de melosidad. Que es vana. Sin sentido. Que cada vez que la escucho necesito un trago de alcohol duro. Para aguantarla. Para que no me toquen sus rosados pétalos impregnados de palabrejas huecas.
Que el amor (¡oh, esa utopía!) se demuestra con miradas que acarician. Que tocan las fibras más íntimas (y oscuras) de tu historia. Miradas que hacen sonreír malévolamente al ruin duende interno que todos llevamos dentro. Que sacan tus más indecorosas intenciones. Que te humedecen más rápido que la velocidad de la luz. Que hacen de una larga espera el martirio perfecto y profundamente excitante...
Y entonces caigo en cuenta. Que sí. Soy eso. A mi modo. A mi estilo. De repente me encuentro diciendo palabras arrogantes para escapar de lo que, inevitablemente, me veo envuelta. Soy cursi. Estúpidamente cursi. Porque en vano pretendo mostrar refinamientos expresivos. Sentimientos elevados. Cuando en el fondo sólo deseo lo mismo que todos. Sentirme amada. Porque me presumo de fina y elegante. En una sensación que es de lo más primitiva. Porque, con apariencia de riqueza de lenguaje, pretendo convertir al amor en algo trivial. Y lo común del sentimiento, que nos aqueja a todos, ascenderlo a misterio. Y caigo. Caigo.
Soy un payaso de mis propias palabras.
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