6.9.11

—Está demasiado deprimida, compréndela –escribió mi madre por el chat.

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Hay veces en que no tengo ganas de comprender a los demás. No necesito entenderlos. No deseo darles palabras de aliento. Charlatanería. Me aburre que las personas se depriman. Me molesta que entren en un hoyo negro. Más cuando me levanto con ánimo y optimismo. Más en esos momentos. Cuando estoy en la gloria y tengo que soportar los problemas de alguien más. Sus desvelos. Sus desencuentros. Sus búsquedas interiores e infernales.

Hoy no tengo ganas de escucharlos.

Hoy de lo que realmente tengo ganas es...

de que me sangren los nudillos de las manos
de que me duelan los huesos mientras grito
de que me tiemblen las comisuras de los labios por un beso no dado
de masturbarme sin llegar al orgasmo
de enojarme tanto conmigo misma que no pueda ni verme al espejo sin dejar de escupirme
de quemar los cuerpos perfectos de las revistas de moda
de correr sobre vidrios estrellados bajo mis dedos
de escuchar heavy metal mientras duermo pesadillezcamente
de romper una a una las hojas de los diccionarios
de que se sequen mis retinas y no pueda ya bajar los párpados que las contienen
de estrellar el monitor contra la cabeza de mis compañeros
de orinar con sabor a miel y revolcarme en el dulzor del migitorio
de escribir historias grotezcamente románticas
de no comprender a ningún deprimido más
de hacer con todos los poetas una sola película snuff

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Después de platicar con mi madre tuve que correr al baño de la oficina. A orinar por los lagrimales. De puro coraje. De puro. Amor propio. Y una razón específica no había. Sólo que estoy lejos. Que hoy me dieron oficialmente mi dirección. Y no pude contener la sorpresa cuando leí Distrito Federal y no mi querida Tijuana. Pero a la vez algo se llenó de felicidad. Y me odié. No en ese momento. Pero debí de haberme odiado.

El excusado se levó los últimos residuos ojales tijuanense dentro de mí.

Iván me llamó por teléfono. —Quería escuchar un acento familiar, pero ya hablas como chilanga.
No reí. Callé.

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—Pero me tienes a mí.

A quién. La soledad, la alegría, la agustia, el miedo son personales. No se comparten. Se quedan aquí. Dentro. Lo puedes decir con palabras. Puede parecer que se aminora la carga. Pero los residuos internos no se pueden lavar. Cochambre de grasa interna. Las cucarachas comienzan a alimentarse de mi.


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—Está demasiado deprimida, compréndela –escribió mi madre por el chat.
—Sí, má. Discúlpame. No sé en qué estaba pensando.
—Entonces, ¿todo bien?
—Si, má. No te preocupes –atino a escribir con los nudillos sangrando.

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