18.9.11

Los volcanes tienen algo. Tal vez sea la nieve. Tal vez sea que no se quejen. Que estén ahí inmutables en la mutación. Han visto todo. Lo han vivido todo. Lo saben. Ellos lo saben mejor que nadie. Mejor que ellos mismos. Son dioses y necesitan de carne para alimentarse. Deidades en calma que exigen tributos. Los hombres les han perdido el respeto. Ya no temen a que exploten. Y lo harán.

Montículos de tierra caníbal. Arrojan su baba rojiza al vacío de la humanidad. Con su semen caliente marcan su territorio. Lo destrozan. Para volver en calma a su inmutación por unos siglos más.

Ahí están. Sentados. Sigilosos. Espectantes. Nos observan.

Un volcán nunca olvida. Un volcán tiene memoria de elefante. Y cuando suelten las lágrimas. Cuando comience a llorar el desencuentro humano. Será la imagen con la que el hombre se duerma. Será el murmullo estridente en los labios abyectos, abiertos eternamente, la música última de sus violines, los que escucharemos de fondo cuando todo haya terminado. Cuando pasen los créditos. Y entonces no haya más nada.

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