Anoche volviste a aparecer en mis sueños. Tal vez sea mi subconsciente que no me perdona lo que mi superyo superó. Es más, ni siquiera lo superó porque nunca pensó que estuviera en un error. Nos hermanábamos como grandes compañeras. Un sueño imposible. Por un momento me caíste bien y bromeamos de todo lo sucedido. No sé por qué te presentas en las noches. Sobre todo en esas noches que más suelo disfrutar. Que me duermo con una sonrisa expuesta a la oscuridad.
Ha sido un buen día. El clima, los hechos, la comida, las compras. Ahora estoy aquí tratando de escribir un sueño sin escribirlo. Sin detallarlo. Porque lo importante son las sensaciones. Los sentimientos.
Pero ayer, a mediodía, estuve enojada: tenemos que deshabitar el departamento que alquilamos recién llegados a la capital. Me enoja cuando las personas quieren abusar con máscaras de lealtad y honorabilidad. Cuando lo que hay detrás de la careta es un látigo sostenido por el verdugo, a punto de atacar contra la piel suave y melosa de la víctima habitacional.
No hay de otra. Lo sé. Lo intenté. Perdí.
Pero en otros aspectos he ganado. Gané a la soledad y a la amargura.
Un niño hace la diferencia cuando sustituye el dolor por llanto hambruno. Un niño hace la diferencia cuando la única sonrisa sostenida y espontánea es la de él. Un niño hace la diferencia en el día. Pero en la noche, cuando los demonios dejan de habitar las sombras para deambular alrededor de tu cama, el niño estará durmiéndo plácidamente con una sonrisa sostenida en la oscuridad, y tus demonios seguirán siendo los mismos espíritus que te aquejan y ese niño no podrá hacer diferencia alguna en la soledad y amargura.
He ganado. Una de tantas batallas. Sé que no la guerra.
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